Presentación 2016

Los niños se educaban pacientemente en la escuela; Habían aprendido las reglas de cálculo para ser precisos y a expresarse con corrección, sobre todo al dirigirse a los mayores. Sabían colocarse en filas muy ordenaditos, y callarse cuando había que callarse, pero también a expresar sus opiniones cuando se les requería y sin contradecir a los profesores. Todos aprendieron las utilidades de la botánica y la biología y que la vaca nos da la leche y un montón de saberes muy útiles para desenvolverse en la vida.

Un día llegó una profesora que les habló de la poesía, de los títeres, de la belleza de las amebas, del misterio de las ramas tortuosas de los nogales en invierno y de la bella incomprensión del infinito del universo y, sobre todo, del disfrute del descifrar los secretos de la vida y el pensamiento que crea la palabra. Y les hablaba de unos griegos muy antiguos a los que les gustaba el razonar y el conocimiento. Por todo eso, para sentir  y ver crecer la belleza, plantaron un bosquecillo de tilos frente a la escuela, al que llamaron “el bosque del futuro y del conocimiento”..

Los mayores que día a día iban escuchando todo los que sus hijos les contaban entusiasmados, aquello ya les pareció demasiado perder el tiempo y hubo quejas: “¿para qué sirve todo eso?”, “Con estas tonterías los niños nunca podrán ganarse la vida”. Fue una tarea imposible el explicarles que la vida no hay que ganársela, que lo que hay que hacer es disfrutarla y no perderla, pero enseguida se oyó: “¿Lo vamos a consentir?”, “A esa hay que ponerla en su sitio”

Un señor muy ofendido y muy razonable, porque había estudiado derecho y era de los que mandan, dijo que lo que había que hacer era cumplir la ley y ser previsor para el futuro: “Si esos árboles crecen, serán tan grandes que no dejarán pasar a los camiones de bomberos si se desata un incendio en la escuela”. Tras la arenga, un vecino envalentonado y muy, muy enfadado, sin más y sin pensarlo, arrasó la plantación.

La autoridad, con esa voz meliflua de cordero inocente que sabía poner, le felicitó por su civismo y todos los vecinos les aplaudieron. La profesora lloró y se fue y el orden quedó restablecido: “Como dios manda” como dijo un timorato.

No fue así. La verdadera semilla era la que había prendido en cada uno de los niños que siguieron creciendo buscando la belleza, libres … menos un par de ellos que, sintiéndose fascinados por ese despliegue de orden dictado discretamente con voz aflautada y que tenía el poder de aplastar árboles y dar miedo a las personas, bebieron de esos vientos violentos pero sabed: no fueron felices.